La razón del Gourmet, Filosofía del Gusto

Ediciones de la Flor. 1995

Michel Onfray, filósofo francés, hijo de agricultores normandos, nos deleita con este gustoso libro en el que narra de manera magistral, sus sabores y aromas. Epitafio para Dom Perignon, Epitafio para Grimod de la Reynière, y Epitafio para Brillat- Savarin son algunos de los textos cortos, homenaje a personajes que dejaron huella en la historia del mundo de la gastronomía. Un libro imperdible para aquellos amantes de la buena lectura y la buena mesa.

Un párrafo que forma parte del prólogo, donde hace una descripción de su infancia y su familia.

Así pues, el huerto. De allí, más tarde, saldrá lo necesario para completar el salario miserable de mi padre. Papas de cáscaras ásperas, zanahorias de aromas azucarados, ensaladas de colores intensos, que lloraban lágrimas de leche en las raíces, habichuelas verdes con arabescos barrocos, pepinillos erizados de picantes, como un monstruo prehistórico de cara patibularia, apios que aromatizaban poderosamente la ganga terrosa del cual se extraían, repollos verdes con listones laberínticos, mis primeros objetos fractales, puerros de poderosos perfumes, con las raicillas rizadas como intimidades coquetas, cebolletas gráciles e indolentes en la brisa, perejil espumante en sus verdes profundos, tomillo fresco de fragancias aceitosas y provenzales, chalotes frescos que serían colgados en el garaje y secados como el ajo trenzado y colgado en el maderamen, acedera mordisqueada  por las babosas y los caracoles, destinada a enervar los dientes y acidificar la boca, tomates mofletudos y culones, encarnados y frutados. También flores, en un pequeño sector que no avanza demasiado sobre la parte alimentaria del huerto, para mi madre: clavelinas, que siempre tienen el poder de emocionarme, o dalias de pitiminí. Y frutillas.

Mi padre era silencio y la tierra; mi madre, el verbo y la cocina. Ella pelaba, lavaba, enjuagaba, adornaba, torneaba, mondaba. Asaba, cocía, guisaba. Con el pequeño presupuesto de que disponía, a menudo preparaba tortillas, y en ocasiones, a comienzos de mes, carne y pescado: asados que crepitaban en el fogón, el domingo, pollos de piel crujiente, rodajas de cordero con tocino y queso, pucheros, bacalao a la crema, lengua en salsa picante, jamón al vino de Madeira, tartas de frutas, carlotas de chocolate. Y sopa, cantidades astrónomicas de sopas para mi padre, que la tomaba al desayuno, muy temprano, antes de ir a trabajar. Puerro y papa, sopas de cebolla, cremas de tomate, caldos diversos. Una vez pan, otra fideos, y también tapioca.

Recuerdo el vaho sobre los vidrios de la ventana de la cocina, frío afuera, nieve y olores de comida en preparación. Puré en el cual yo hacia un pocito para que mi madre deslizara en él una o dos cucharadas de salsa y mi padre dejara caer un poco de chalote crudo que cortaba en su propio plato. La carne era roja, el ajo de la cocción perfumaba la casa; afuera estaba el invierno, adentro algo que, tal vez se parecía a la felicidad”