Gabriel García Márquez, Foto: Carlos Duque

Recuerdo al premio Nobel  colombiano, Gabriel García Márquez, con unos bellos fragmentos culinarios, de su novela El Amor en los tiempos del Cólera. Buen Provecho:

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”

“Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio… Entonces fue Florentino Ariza quien le vio la cara a la muerte, esa misma tarde, cuando recibió un sobre con una tira de papel arrancada del margen de un cuaderno de escuela, y con la respuesta escrita a lápiz en una sola línea: Está bien, me caso con usted si me promete que no me hará comer berenjenas.”

 

“En la bodega de ultramarinos destapó un barril de arenques de salmuera que le recordó las noches de nordeste, muy niña, en San Juan de la Ciénaga. Le dieron a probar morcilla de Alicante, que tenía un sabor a regaliz, y compró dos para el desayuno del sábado, y además unas pencas de bacalao y un frasco de grosellas en aguardiente. En la tienda de especias, por el puro placer del olfato, estrujó hojas de salvia y orégano en las palmas de las manos, y compró un puñado de clavos de olor, otro de anís estrellado, y otros dos de jengibre y de enebro, y salió bañada en lágrimas de risa de tanto estornudar por los vapores de la pimienta de Cayena. “

 

“ Luego fue con las dulceras sentadas detrás de sus grandes redomas, y compró seis dulces de cada clase, señalándolos con el dedo a través del cristal porque no lograba hacerse oír en la gritería: seis cabellitos de angel, seis conservitas de leche, seis ladrillos de ajonjolí, seis alfajores de yuca, seis diabolines, seis piononos, seis bocaditos de reina, seis de esto y seis de lo otro, seis de todo, y los iba echando en los canastos de la criada con una gracia irresistible, ajena por completo al tormento de los nubarrones de moscas en almíbar, ajena al estropicio continuo, ajena al vaho de sudores rancios que reverberaban en el calor mortal. La despertó del hechizo una negra feliz con un trapo de colores en la cabeza, redonda, hermosa que le ofreció un triangulo de piña ensartado en la punta de un cuchillo carnicero. Ella lo cogió, se lo metió entero en la boca, lo saboreó y estaba saboreándolo  con la vista errante en la muchedumbre, cuando una conmoción la sembró en su sitio.”

 

“Rosendo de la Rosa, capitán de buque fluvial, al que había recibido de noche muchas veces por la puerta trasera. Fue él mismo, sin pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza. Lo llegó a almorzar. Llevó además una damajuana de aguardiente casero y los ingredientes de la mejor calidad para hacer un sancocho épico, como sólo era posible con las gallinas de patio, la carne de hueso tierno, el cerdo de muladar, y las legumbres y hortalizas de los pueblos del río. Sin embargo Florentino Ariza no se mostró tan entusiasmado desde el primer momento con las excelencias de la cocina ni con la exuberancia de la dueña, como con la belleza de la casa.”

 

“ Si algo la mortificaba era la cadena perpetua de las comidas diarias. Pues no sólo tenían que estar a tiempo: tenían que ser perfectas, y tenían que ser justo lo que él quería comer sin preguntárselo. Si ella lo hacía alguna vez, como una de las tantas ceremonias inútiles del ritual doméstico, él ni siquiera levantaba la vista del periódico para contestar: “Cualquier cosa.” Lo decía de verdad, con su modo amable, porque no podía concebirse un marido menos despótico. Pero a la hora de comer no podía ser cualquier cosa, sino justo lo que él quería, y sin la mínima falla: que la carne no supiera a carne, que el pescado no supiera a pescado, que el cerdo no supiera a sarna, que el pollo no supiera a plumas. Aun cuando no era tiempo de espárragos había que encontrarlos a cualquier precio, para que él pudiera solazarse en el vapor de su propia orina fragante. No lo culpaba a él: culpaba a la vida. Pero él era un protagonista implacable de la vida.  Bastaba el tropiezo de una duda para que apartara el plato en la mesa, diciendo: “Esta comida está hecha sin amor.” En ese sentido lograba estados fantásticos de inspiración. Alguna vez probó apenas una tisana de manzanilla, y la devolvió con una sola frase. “Esta vaina sabe a ventana.” Tanto ella como las criadas se sorprendieron, porque nadie sabía de alguien que hubiera bebido una ventana hervida, pero cuando probaron entendieren: sabía a ventana.  Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni cerraba una puerta. En la oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa, ella le oía decir: “Uno necesitaría dos esposas, una para quererla y otra para que le pegue los botones.” Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y enseguida un desahogo: “El día que me largue de esta casa, ya sabrán que ha sido porque me aburrí de andar siempre con la boca quemada.” Decía que nunca se hacían almuerzos tan apetitosos y distintos como les días en que él no podía comerlos por haberse tomado un purgante, y estaba convencido de que era una perfidia de la esposa, que terminó por no purgarse si ella no se purgaba con él.

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