Mi columna de opinión en EL TIEMPO del 31 de Julio de 2016

arepa

De curvas perfectas, piel dorada y textura crocante, con un perfume que transporta al mar, a las playas, a la brisa y al calor del sol.

Y su sabor, ¡ay su sabor!, ¿cómo describirlo? El maíz y el huevo sumergidos en el embriagante crepitar del aceite hirviendo hacen de esta preparación, tan nuestra, un verdadero manjar, un deleite para golosos. Pero, así como suena de simple, la arepa de huevo es tan temperamental y compleja que requiere de manos expertas para ser moldeada, mejor aún si son las de las mujeres afrocolombianas, portadoras de una riqueza incalculable de costumbres e historia culinaria.

Pensando en ellas, llega a mi memoria el fragmento de un poema de Jaime Jaramillo Escobar, X-504, quien describe como nadie su belleza:

“Mi negra se emperejila, se emperespeja, se aliña,

Con alhucema y albahaca, con cidrón y toronjil,

Con lavanda, con canela, con loción y con anís.

Mi negra tiene un meneo que no cabe por la calle,

Mueve el tacón y la punta del zapato y ese baile

Derrama tantas fragancias que no caben en el aire.”

Pero volvamos a la arepa o empanada de huevo, como también se le dice, que a través de los tiempos ha seducido a todos los que la comen, sin distingo de estrato, credo, sexo, nacionalidad o edad, gracias a su sencillez y sofisticada exquisitez.

A mi parecer, sin ser la más versada en el tema, la masa no debe ser muy gruesa, su exterior debe ser aterciopelado, crocante y ligero y el huevo, gran protagonista, no debe quedar ni muy blando, ni muy duro, es decir melcochudo, para que la yema cremosa combine a la perfección con la costra crujiente.

Así, clásica, única y con un poquito de suero y ají, sin adiciones y sin rellenos, es gloriosa. La arepa’ e huevo merece un altar de honor, un homenaje permanente y un alto reconocimiento dentro del pabellón de los platillos colombianos. A su inventora, porque creo firmemente que fue una mujer, el cielo.

No hay quien se resista a un mordisco de este delicioso y adictivo manjar. Recomiendo para los del interior, o costeños con nostalgia de su hogar, las del restaurante Misia de Leonor Espinosa en Bogotá, preparadas por un séquito de mujeres con tradición fritanguera que sonríen, cantan y bailan mientras cocinan, o al menos así sucede en mi imaginario. Ellas vienen principalmente de María la Baja, Bolívar, y otras regiones costeras colombianas, a calentar y a abrigar el frío capitalino con su inigualable sazón.

Buen provecho.