Por Margarita Bernal, artículo publicado en Lecturas Dominicales de El TIEMPO

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A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree Dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria”.  fragmento del Discurso pronunciado el día de la entrega del Premio Nobel de Literatura

La comida y la poesía un día se conocieron y se enamoraron, fue amor a primera vista, o si se quiere al primer mordisco. Y desde entonces los sabores y las palabras, fueron inseparables. Cómplice y celestino de tan suculenta unión, fue el chileno Pablo Neruda, uno de los más importantes poetas del siglo XX, premio nobel de literatura en 1971.   

Esta sal del salero yo la vi en los salares.

Sé que no van a creerme, pero canta, canta la sal, la piel

de los salares…

Neruda no vivía para comer, más bien vivía para escribir, pero era un eufórico entusiasta de la cocina y los vinos; todo un sibarita dispuesto a disfrutar de la gastronomía de diferentes culturas. Muestra de esto la encontramos en el exquisito libro Comiendo en Hungría, escrito a cuatro manos, o mejor aún a dos paladares, en 1965, junto con el también premio Nobel Miguel Ángel Asturias, en tiempos de plena Guerra Fría. En él describen vivencias de amigos y comensales, salpimentadas con anécdotas de las tabernas y comedores que frecuentaron en Budapest, entre manteles, fogones, letras y páprikas. Saborear sus páginas es un goloso placer. A modo de abrebocas un fragmento del poema dedicado al Foie-Gras: “Hígado de ángel eres! Suavísima substancia, peso puro del goce! Sacrosanto, esplendor de la cocina.”

El poeta Neruda conoció el hambre en sus años mozos, y tal vez por esto festejaba la mesa, el buen comer y la abundancia. Pero no solo sentía pasión por saciarse de ricas viandas, sino que además la expresaba en su poesía. El Gran Mantel, Atención al Mercado, y las apetitosas e inolvidables Odas Elementales, publicadas en la década de los 50, dedicadas al pan, la sal, el maíz, la cebolla, el caldillo de congrio, el aceite, el tomate, el limón, el vino, la cuchara y hasta a las sabrosas papas fritas, son una verdadera golosina literaria. Buen Provecho.

Cebolla, luminosa redoma, pétalo a pétalo se formó tu hermosura…

 

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Oda a las papas fritas

Chisporrotea
en el aceite
hirviendo
la alegría
del mundo:
las papas
fritas
entran
en la sartén
como nevadas
plumas
de cisne
matutino
y salen
semi doradas por el crepitante
ámbar de las olivas.

El ajo
les añade
su terrenal fragancia,
la pimienta,
polen que atravesó los arrecifes,
y
vestidas
de nuevo
con traje de marfil, llenan el plato
con la repetición de su abundancia
y su sabrosa sencillez de tierra.

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(Mi agradecimiento y cariño a la chef Virgina Demaria y a su esposo Arsenio Molina, quienes me regalaron el maravilloso libro A la Mesa con Neruda)