Columna publicada en la revista Avianca Abril 2013

Por Margarita Bernal

 

Ilustración:Diego Montoya

Ilustración:Diego Montoya

Es bien sabido que Sancho Panza, era un goloso empedernido. Que padecía de terribles hambrunas, y que el hidalgo don Quijote, hombre achilado, lánguido y falto de carnes, disfrutaba de la comida, pero no con el ímpetu de su fiel escudero. Pues bien, durante el transcurso de la maravillosa aventura que emprende esta peculiar pareja, nos encontramos con un sinnúmero de fragmentos gastronómicos que describen grandes comilonas y placeres del paladar, tan actuales que parecen escritos en estos tiempos modernos.

Miguel de Cervantes Saavedra nos transporta, desde el primer párrafo, a un mundo mágico embriagado de aromas y sabores en el que la comida juega un papel vital, con grandes platillos que hoy forman parte de nuestra cultura culinaria. Tal es el caso de la Olla Podrida a la que se refiere Sancho en más de una ocasión, que “mientras más podridas son mejor huelen” y que conocemos con el nombre de cocido madrileño, sancocho o puchero –deliciosos manjares de nuestra tradición–.

“He oído decir a mi señor Don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer hasta no poder más, a causa de que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intrincada que no aciertan a salir de ella en seis días”.

Ni hablar de los famosos Duelos y Quebrantos que se comían los sábados en ese lugar de la Mancha cuyo nombre nunca supimos, y que consisten en un simple revoltillo de huevos con chorizo. Pero si de excesos y glotonería se trata, en el Quijote hay para dar y convidar: ¿qué decir del monumental menú de las bodas de Camacho, que hizo vibrar a Sancho de emoción y que dejó a los lectores con la boca hecha agua? “Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo, y en el fuego de donde se iba a asar había un mediano monte de leña (…) Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones que, cosidos por encima, servían para darle sabor y enternecerle”.

No queda otra más que leer o releer tan monumental libro, saboreando sus textos cómo si fueran el más perfecto manual de cocina alguna vez escrito.

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